El otro día me dirigía hacia el cyber de Bustamante y Humahuaca, lugar que frecuento casi todos los días al atardecer, para proveerme de información internautica y de paso unos cigarros del kiosco de al lado (donde siempre están el kioskero y su mujer, con vagos amigos difuminados entre las burbujas de cerveza, que me miran con una mezcla de respeto y babosidad). Habitualmente, sábado a la nochecita y con este invierno que cala más que los huesos, suelen haber por esta calle sólo algunos autos que pasan, apurados, girando hacia la izquierda no sé si con la intención de pisarlo a uno, o de demostrar lo sabios que son en el arte de ser más argentos (esto es, para el caso: más machos). Cruzo, apurada como ellos, con anhelos de refugio y chocolate, compro mis deseos y vuelvo hacia el bar, contenta y más abrigada. Ya satisfecha de sentir que mi camino se acortaba a medida que los pasos me conducían hacia el calor de la estufa, empiezo a percibir la calle. Un alboroto a mi izquierda, un par de camiones que hablaban de Emergencias y Actitudes Buenos Aires, gentes, gentuzas y gentecillas comentando como siempre lo que ellos presuponen, quilombo de patrulleros en defensa de la comunidad, Guille de La Casona hablando con los vecinos, y yo entre que miro y que no miro porque me-tengo-que-ir-a-trabajar, no-soy-chusma-ni-desentendida, ya-me-enteraré-que-ahora-tengo-frío, y un silencio sepulcral volvió a aparecer cuando doblé en Guardia Vieja. Parecía que era el silencio de todos los días, pero ahí caí que todos los días no hay silencio, cuando me encontré a el-de-la-esquina, okupa que entre que "cuida la moto", "te pide una cerveza", y "te mira los autos de los clientes", ya mandó a los pibitos a que afanen un par de stereos de la otra cuadra. El silencio pidió a gritos que dejen de gritar, ahí estaba el individuo practicando una especie de arte marcial callejera que consiste en asustar al oponente basándose en latiguillos como: "¿sabés quién soy yo?", y saltos al mejor estilo pingüino empetrolado que entre el frío y la impotencia no deja de mostrar su estilo glamoroso. Los patrulleros estaban demasiado apurados para ocuparse de esto, y más aún del pseudo-corte de calle que el-de-la-esquina estaba inaugurando con un asado a medio hacer cociéndose sobre las habituales brasas de un enorme tacho de lata, rodeado de sillas de plástico que miran a una poderosa vista: la esquina eternamente mugrosa, que hoy alberga además, a una familia de cartoneros que fueron desplazados... de la otra esquina. Camino silbando bajito, ya faltan 30 metros y llego al calor, pero antes tendré que pasar por la puerta abierta del galpón de al lado: sábado, familia, borrachos, más asado, y las cumbias coronando el supuesto silencio. Me topé con un charco en la vereda del bar: todavía se pasan la pelota entre Aguas, el ente y el consorcio, a ver quién arregla el bendito caño que tira agua a borbotones. La cuestión es que si no fuera por la opulenta (y ruidosa) Harley que invita a pasar, la fachada se nos cae a pedazos y ojalá que el piso no lo haga: nadaríamos en el sótano. Ahí estaba montando guardia David, bajo un cartel que reza, graciosamente, "Bar Cultural", escuchando a una mexicana que-canta-raro-y-nadie-la-conoce, el aroma a Nag Champa invadiendo el aire, y las mesas... esperando que sea la hora de salida de los teatros y sus actores, esos que están ahí a la vuelta, ocupándose de crear ficciones, cuando la realidad se nos presenta como un espectáculo tan libre y tan gratuito.
Kábbalah fue un bar del Abasto porteño que tuvo una corta vida: un año y 8 meses. Proyectado como un espacio cultural, y luego de haber vivido las restricciones post-cromagnon, nos hemos dedicado durante un año y medio a ser meramente un "lugar de encuentro". Las noches de Kábbalah quedarán en el recuerdo de muchos como algo especial. Este blog intenta continuar con su espíritu, si es que creemos en lo espiritual.
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1/8/07
Crónicas de la Vieja Guardia
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