Alguien enciende una luz azul. Alguien mira una pelicula de acción. Alguien discute sin sonido. Alguien dejó el velador redondo con circulitos de colores encedido. Alguien se adivina en la cortina.
Una fiesta de un lado, una cocina solitaria del otro. Ropa colgando en un balcón, adivinando hacia qué lado va el viento. Un placard desordenado y la responsable adolescente haciendo piruetas en la cama. La luna llena detrás del Coto y nueve lunas que pasan a mi lado sin rumbo.
La película ahora parece ser de amor: las luces dejaron de cambiar de colores y se adivina una atmósfera cálida. Mientras, una pareja charla al lado del escritorio sin saber quién está detrás: un señor. Su figura. El contorno de su enorme panza atravesada por los años... de asado y vino. Una persiana se abre, chirriante. Allá arriba, donde nadie la ve, una persiana se abre y deja pasar el aire.
Un arriba, un abajo, mil costados. Todos están ahí, ubicados siempre en relación a los otros; todos lo saben pero no lo ven.
Desde este abajo, desde este asiento con barriles de madera que parecen atornillados al suelo, aquí está mi visión. La que nadie ve. Allí, las miles de personas que viven sus cotidianas noches. Quizás alguna me esté espiando, sin saber que ahora mismo, escribo sobre su vecino. Ese que apagó la luz azul y le dijo buenas noches a la noche. La película paró de centellear. A dormir! Como si alguien lo hubiera dicho y la luna, bien altiva, arriba del Coto, no hubiera escuchado.
Enorme, eterna e indescriptible, ahora ilumina las Torres del Abasto.
Ella y yo somos fieles testigos de la vida que emerge de sus anónimos ventanales.